viernes, 11 de septiembre de 2015

Capítulo 1 de La Senda de la Oscuridad

Hola a todos,
Ya falta poco para la publicación de Crónicas de Gaia II: La Senda de la Oscuridad. Hoy os traigo el primer capítulo para que podáis disfrutarlo. 



Capítulo 1. El hallazgo.

Los primeros rayos del sol iluminaban toda la extensa pradera, entregándole así un reflejo accidental, casi artificial. Una fina capa de hierba fresca cubría todo el horizonte, donde apenas un par de árboles marchitos desde hacía demasiado tiempo retaban su uniformidad. A lo lejos se vislumbraba una montaña gigantesca, la única en muchas millas a la redonda, cuya cumbre no había sido importunada jamás por ningún ser vivo, o al menos eso era lo que se contaba por los alrededores. Los habitantes de aquellos lugares la conocían por el nombre de Dar Montol, la Montaña Maldita, pues aquellos hombres vivían en su mayoría de la agricultura, la pesca y la caza, y todo lo que careciese de vida era considerado, cuanto menos, maldito. Cierto es que la vegetación abandona toda montaña alcanzada una altura, pero no solo esto se daba en Dar Montol, ya que nada, ni la más pequeña brizna de hierba o el insecto más diminuto, cubría sus laderas y se decía que todo ser que osaba poner un pie en ella perecía al instante entre fuertes convulsiones.
En aquella pradera dos personas caminaban unidas de la mano, entrelazando sus dedos entre sí. Unos dedos colmados de arrugas y magulladuras causadas por años de duro trabajo. Aunque aquello parecía no importarles, como demostraban las risas que brotaban de sus pechos en aquellos momentos. Sus vecinos los consideraban casi ancianos, ya que se acercaban demasiado a la cincuentena. Habían envejecido, era cierto, y sin embargo, sus vidas habían pasado raudas desde que se conocieran el uno al otro, casi tanto como lo hacían las estrellas que caían del cielo en algunas noches y que los sacerdotes, en su infinita ignorancia, consideraban augurios. Ambos avanzaban sin rumbo aparente mientras hablaban de asuntos sin importancia que poco tardarían en olvidar ante lo que estaba a punto de ocurrir.
Magde fue la primera en percibirlo. Apenas era una nota que duró un suspiro, tan débil que a la mayoría le habría pasado desapercibida, pero que a ella le había recordado al gemido quejicoso de un animal, o quizás, aunque no podía estar segura de ello, si es que pudiera decirse que estaba segura de algo en aquellos instantes, a un llanto.
-¿Has oído eso? –preguntó Magde, incapaz de asegurar si lo que había creído escuchar era real o un mero producto de su dilatada imaginación.
-¿El qué? –quiso saber Bren, su esposo, a la vez que aguzaba el oído tratando de percibir aquello de lo que hablaba su mujer.
Magde se llevó el dedo índice a los labios para evitar que su marido volviese a hablar. Apenas un instante después, aquel sonido se volvió a repetir, aunque esta vez con mayor intensidad. Todo rastro de duda la abandonó por completo al instante.
-Ven. ¡Deprisa! ¡Suena por ahí! –dijo ella apuntando al árbol más próximo.
Magde apretó con fuerza la mano de Bren y se dirigió al lugar del que procedía aquel sonido quejicoso. Al principio lo hizo despacio, aunque conforme se aproximaba, sus piernas se movían a mayor velocidad haciendo que su pecho pronto le ardiese con fuerza y jadease cuando hubo llegado a aquel lugar. Sus extremidades olvidaron su función al instante y Magde cayó al suelo de rodillas, aunque esto no podía atribuírsele a la carrera, sino a la mezcla de incredulidad y emoción que la invadía por completo en aquel momento. Extendió las manos temblorosas hacia aquello que parecía un bulto envuelto en gruesas pieles. Antes de que las desenvolviese ya estaba segura de lo que se trataba, lo cierto era que lo había sabido desde el momento en el que oyó el primer llanto, aunque entonces no fuese consciente de ello. Más bien parecía ser fruto de un sueño, y quizás lo más afortunado habría sido que lo fuese. 
-¡Un niño! –exclamó Bren sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
-Sí, es un niño –confirmó Magde en un hilo de voz a la vez que las lágrimas recorrían su anciano rostro.
-Pero, ¿quién lo habrá dejado aquí? –preguntó Bren entrecerrando los ojos y escudriñando el horizonte, incapaz de creer que la madre de aquella criatura no se encontrase en aquel lugar junto a su bebé.
-Ha sido Men. Él ha escuchado nuestras plegarias y nos lo ha otorgado al fin.
-No, no puede ser, Magde –Bren se negaba a creer aquello. -Su madre debe de estar por los alrededores, o quizás lo hayan abandonado.
-¿Por qué te niegas a creerlo? ¿Es que no lo ves? Éste es el hijo por el que hemos estado implorando en nuestras oraciones durante tanto tiempo.
-Puede que sea cierto –cedió Bren al cabo de un momento -No parece haber nadie cerca. Lo mejor será que lo llevemos a la aldea y busquemos algo de comida. Puede que la causa de su llanto sea el hambre.
Bren acercó su dedo índice a aquel bebé, quien lo agarró con fuerza y se lo introdujo en la boca. Como si de una poción creada por algún curandero se tratase, el bebé tornó su llanto en una risita débil que formó dos hoyuelos en su delicado y diminuto rostro. El corazón de Bren se encogió lleno de regocijo por el regalo que su dios, pues ya no negaba el aura divina que envolvía a todo aquel acontecimiento, le había concedido.
-Lo llamaremos Melguin, el Bendecido –anunció Bren con la voz llena de emoción.
Magde asintió satisfecha a la vez que se prometió que cada día rezaría a Men y le haría ofrendas el día del Caer. Madge retiró el dedo de su esposo de la boca del bebé con suavidad y lo volvió a arropar bien con las pieles, dejando tan solo la cabeza al descubierto. Era primavera y la temperatura era cálida, pero no quería que su hijo enfermase. Aún era demasiado pequeño y no sabían con certeza si se encontraba en buen estado de salud, aunque a simple vista parecía estarlo.
Verenton era una aldea formada por tres decenas de casas de una sola planta fabricadas con adobe, una masa compuesta de una mezcla de arena, arcilla y paja. Ninguna de ellas tenía un aspecto lujoso, de hecho, ninguna constaba de más de dos habitaciones, y eso era en el mejor de los casos. Sus techos estaban formados por tablones de madera sobre los que se colocaban montones de paja y hojas de palmera resecas. En el centro de la aldea se encontraba el único edificio fabricado en piedra, el cual constaba de dos plantas. Los primeros hombres que poblaron Verenton habían ayudado a su construcción, que tardó al menos quinientos días en estar completa. El templo de la aldea era el lugar al que los aldeanos acudían para rezar a Men, su dios. A ninguna persona se le permitía dormir en aquella edificación sagrada a excepción de Bledos, la Mano de Dios, un anciano sacerdote de sesenta y tres años de quien se decía que poseía el don de la visión futura, un don concedido por Men cuando la ceguera recayó sobre sus cansados ojos. Aunque también había en la aldea quienes afirmaban que la causa de que Bledos sucumbiese a la ceguera fue precisamente este don, ya que cuando los ojos de Bledos observaron el destino de la humanidad, su mente se negó a contemplar las sombras falsas que poblaban el mundo y lo llevarían a su destrucción. Desde aquello solo encontraba consuelo cuando Men le enviaba alguna visión futura de regocijo, algo que cada vez sucedía con menor frecuencia.
Bren y Magde habían ido a visitar a Bledos en numerosas ocasiones, esperando que Men les enviase una respuesta a su deseo de concebir un hijo. Pero Bledos siempre había dicho que el dios de la luz se había negado a otorgarle esa visión.
-Es extraño, Magde –le había dicho Bledos–. Men siempre responde a mis plegarias concediendo mis peticiones o con visiones relacionadas con éstas. He rezado por que tengáis un hijo más que por nada, pero nunca considera oportuno responderme a mí, su humilde servidor.
-¿Qué puede significar eso, Bledos? –había preguntado Magde, toda inquietud.
-Si Men os concede un hijo, éste estará destinado a hacer grandes cosas. Cosas como no se han visto desde el principio de los tiempos, cosas que ni yo mismo he alcanzado a ver y que podrían cambiar el curso del destino para siempre.
Esas palabras las había pronunciado Bledos hacía ya casi dos décadas y Bren y Magde las habían olvidado hacía ya mucho tiempo, creyendo que Men había declinado sus ruegos. Pero éstas volvieron a acudir a la mente de Magde al acercarse a los límites de Verenton y la hicieron estremecerse, deseando que aquel bebé al que habían decidido poner por nombre Melguin obrase el bien. Ella se prometió que le daría una buena educación para ello y siempre le recriminaría las malas acciones. De ese modo se aseguraría de que siguiese el camino correcto por la senda de Men.
En la aldea había una actividad inmensa aquel día. Muchos hombres volvían de trabajar las tierras y portaban sacos llenos de frutos y raíces, mientras que otros traían redes cargadas de peces que venderían al día siguiente en el mercado. Una de las ventajas de Verenton era que estaba rodeada de tierra fértil y el mar se encontraba a una milla escasa a pie. Era el enclave perfecto, y aun así sus habitantes debían tener cuidado y racionar la comida para sobrevivir, dado que los impuestos que debían pagar a la ciudad de Delfas eran demasiado elevados para la mayoría.
En cuanto aquellas personas vieron que Magde llevaba un bebé acunado entre sus delgados brazos, todos abandonaron sus conversaciones y actividades y se acercaron a ver aquel prodigio, preguntándose si no les estarían engañando sus ojos.
-Éste es nuestro hijo, Melguin, el Bendecido. Ha sido voluntad de Men que lo encontrásemos para salvar su vida –anunció Magde, evitando de forma deliberada exponer cómo y dónde habían hallado al bebé.
-Es precioso, Magde –afirmó Lin con sinceridad. Ella era una de las mejores amigas de Magde en Verenton, aunque fuese veinte años menor que ella.
-Sí que lo es –confirmó Magde, llena de orgullo mientras mecía a Melguin con cariño.
-Dejadme paso –anunció una voz débil pero llena de autoridad que hizo que todos se apartasen de su camino al instante. Era Bledos, quien se aproximaba con paso tranquilo mientras se apoyaba en su cayado al andar–. Quiero ver al niño.
-Tú no puedes ver nada, estás ciego –se burló uno de los chicos más jóvenes de la aldea.
Bledos volvió sus ojos vacíos de calor hacia aquella criatura, quien interpuso sus manos entre aquella mirada y su rostro, como si la visión de Bledos lo hiriese o asustase y sus diminutas extremidades sirviesen de algo.
-Men es misericordioso con los estúpidos. Enmienda tu camino antes de que te conduzca a la oscuridad. Reflexiona sobre lo que le has dicho hoy al siervo de Men. ¡Márchate ahora y avergüénzate! –el niño no pudo más que huir hacia su casa lo más rápido que sus cortas piernas se lo permitieron a la vez que trastabillaba en un par de ocasiones antes de desaparecer de la vista de todos. Hacía tiempo que no se recordaba un hecho así, el pueblo profesaba gran respeto por Bledos y más desde lo que había ocurrido hacía unos años. Una prostituta que pasaba por la aldea se había acercado a Bledos y le había insinuado que le gustaría sentir dentro de ella el poder de dios. Al día siguiente la mujer se revolvía entre fuertes fiebres y temblores. Murió en una quincena, incapaz de hablar durante los últimos días de su enfermedad.
-Magde –llamó Bledos. Su voz no mostraba alegría alguna, tampoco enojo –. Entrégame al niño, quiero sostenerlo entre mis brazos.
Magde dudó un instante, momento en el que apretó al bebé contra su pecho, como si temiese que el anciano fuese a robarle lo que Men le había concedido después de tantos años de espera y plegarias. Bren apoyó su mano en el hombro de su esposa, mostrándole su apoyo para que confiase en Bledos, quien nunca les había dado motivos para lo contrario. Madge se acercó con lentitud y duda hacia donde estaba el sacerdote y le entregó a Melguin con extremo cuidado mientras le temblaban las callosas manos.
Bledos acunó al niño entre sus brazos con cuidado a la vez que lo miraba con aquellos ojos carentes de visión. Al principio Melguin se mostró curioso y algo reticente ante la imagen del sacerdote, pero pronto se acostumbró a él y alzó sus manitas juguetonas hacia su rostro, como si de alguna forma le resultase familiar.
-De modo que ésta es la voluntad de Men –murmuró Bledos antes de volverse hacia su pueblo, que esperaba expectante su opinión –. Así sea, no pondré objeción alguna a ello. Yo os presento a Melguin –anunció mientras alzaba al niño a la vista de todos los presentes –, a partir de hoy nadie dudará de que es hijo de Bren y Magde, y aunque no haya salido del vientre de ella ni él haya puesto el fruto, no es por ello menos hijo suyo que cualquiera de los vuestros. Yo, Bledos, siervo de Men, he hablado.
-Que su luz sea eterna y guíe nuestro camino –recitaron todos al unísono con solemnidad.
Tras eso, Bledos devolvió a Melguin a su madre y se marchó de vuelta al templo con el paso más inconsistente de lo que era habitual en él. Magde y Bren también se marcharon, deseosos de alimentar a Melguin, quien había vuelto a llorar cuando el sacerdote apartó sus manos de él. 
La cabaña donde Bren y Magde vivían apenas constaba de una mesa situada en el centro de la estancia y rodeada de tres tocones que hacían las veces de asientos. A la izquierda se encontraba una cama compuesta de un colchón relleno de paja sobre el que se encontraba una manta de piel de oso que había tenido que ser remendada con piel de cabra en varias ocasiones. En la esquina frente a la cama Bren guardaba una caja que contenía las herramientas que usaba para tallar y lijar la madera y que necesitaba en su trabajo como carpintero. Magde, por su parte, se encargaba de las tareas del hogar. Por las mañanas iba al mercado de la aldea y regateaba con los pescadores y los agricultores el precio de sus productos. Ocasionalmente compraba carne y, cuando lo hacía, ésta solía ser de cabra vieja o de burro, pues no podían permitirse nada mejor.
Magde colocó a Melguin sobre la mesa y le retiró las mantas que lo envolvían. El bebé no paraba de mirar con ojos atentos a su alrededor, como si evaluase aquel lugar.
Lamento no poder ofrecerte nada mejor que lo que ves –pensó Magde con tristeza.
Melguin pareció leer sus pensamientos, pues volvió la cabeza hacia ella y le sonrió con dulzura, como si pretendiese restarle importancia a aquello.
-Bren, ¿cómo lo alimentaremos? –preguntó Magde, llena de preocupación. Melguin era demasiado pequeño como para comer nada sólido y sabían por la experiencia de otras primerizas que debían tener cuidado con el alimento del bebé durante los primeros años de edad. Si no, el resultado podría llegar a ser mortal.
-¿Tienes un trapo por ahí? Procura que esté lo más limpio posible.
Magde asintió y se acercó a un viejo armario que había heredado de su madre y en el que guardaba las escasas posesiones que le pertenecían. Allí, al fondo del armario, había un vestido que apenas había tocado su piel en un par de ocasiones. Se podía considerar lujoso, o al menos, ella se permitía hacerlo. Bren había pagado un Dragar de plata por él, demasiado dinero para una familia como aquella, pero su esposo había insistido en comprárselo por su cumpleaños hacía ya dos años, y aunque pensó que Magde nunca descubriría su valor, ésta se las apañó para hacerlo. Era su posesión más preciada, sin embargo, no dudó un instante en arrancarle un pedazo de tela, ya que se trataba de su prenda más limpia. En cualquier otra ocasión aquello habría sido como arrancar una parte de su alma, pero no aquel día, no a partir de entonces. Todo lo anterior había perdido su valor, nada material volvería a merecer ser llamado hermoso o valioso desde aquel día. Si podía decir algo con seguridad era que al fin había alcanzado lo que pocos logran, la ilusión, para ella más que real, de la felicidad.
Magde le acercó el trozo de tela a su marido, quien lo enrolló antes de hundirlo en un recipiente que contenía leche de cabra. Cuando éste estuvo bien empapado lo sacó y lo acercó a la boca del bebé, quien succionó el líquido con ansia, como si llevase días sin probar nada.
Bren volvió a repetir aquel proceso varias veces hasta que consideró que el bebé ya había tomado suficiente. Un exceso de alimento podía llegar a ser tan perjudicial como la falta de él.
Tras eso, Magde cogió al bebé y lo acunó entre sus brazos mientras entonaba una vieja melodía que hacía tiempo que creía olvidada. Melguin no tardó en quedarse dormido ante la dulce voz de Magde, quien lo llevó hasta su cama y lo colocó sobre el colchón tras haber retirado la manta que una vez, hacía demasiado tiempo ya, había sido de piel de oso.
-Parece un ángel –dijo Bren, quien se había acercado a ella para observar de cerca cómo dormía Melguin.
-Es un ángel.
-Sí –concedió Bren regalándole un fuerte beso a ella –. Serás la mejor madre que jamás se haya visto en Gaia.
-Eso espero, Bren. Eso espero –musitó ella.

Allí permaneció Magde, observando dormir a Melguin mientras entrelazaba sus manos con las de su esposo y el mundo enmudecía a su alrededor, o si no lo había hecho, sus palabras tenían tan poco sentido como las de un demente. Puede incluso que nunca lo hubiesen tenido y no se hubiesen percatado de ello hasta aquel mismo momento. La verdad había dejado de ser relativa para adquirir forma visible en Melguin, la forma de un niño inocente enviado por Men.