lunes, 31 de agosto de 2015

Herman Emerson

Con sumo cuidado volvió a colocar aquel libro que tantas veces había leído y que creía que sería capaz de recitar casi de memoria si lo hubiese intentando, aunque Herman Emerson hacía tiempo que había dejado de probarse a sí mismo. Ahora Walden volvía a ocupar su sitio junto a Leviathan. Siempre había considerado a Henry David Thoreau y a Paul Auster como los grandes escritores de su país. Vivía en América, la tierra de la libertad como lo llamaban algunos, y, aun así, pensó mirando la Estatua de la Libertad desde la ventana, sentía ser el esclavo de sí mismo, el hombre recluido en su propio ser. Herman Emerson había dejado de ser un hombre libre.
Era cierto que sus ventanas carecían de barrotes, que podía entrar y salir siempre que quisiese, pero América había dejado de tener sentido para él. Thoreau había muerto hacía demasiado tiempo, el significado había dejado de ser publicado en tinta y papel. Él mismo había sido escritor aunque jamás había considerado sus trabajos lo bastante buenos como para ser publicados, o más bien, no creía que la sociedad donde vivía fuese capaz de comprender lo que sus palabras trataban de expresar. Incapaz de destruir el fruto de miles de horas sus borradores llenaban cajas y cajas que había tratado de esconder bajo la cama, pero había veces que podía sentir cómo sus personajes lo condenaban por haber tratado de excluirlos de la realidad.
Pero no había tal cosa como la realidad, pensó Herman cruzando el salón para prepararse el desayuno, y su problema había sido la realización de esa cruel verdad. Había dejado de creer en la democracia y el gobierno. Los partidos que defendían sus ideales habían dejado de existir o no los consideraba adecuados para la tarea de gobernar. En cierta forma había elegido una forma de vivir parecida a la de Thoreau. Había matices, era cierto, lo más cercano a un lago era la fuente del parque y hacía semanas que había dejado de funcionar y a nadie parecía haberle preocupado. Sus árboles eran de acero y ladrillo, el canto de los pájaros había sido sustituido por el claxon y los insultos de conductores apresurados. Pero Herman sentía que había conseguido el fin último de su ídolo, había llegado a un conocimiento de sí mismo del que pocos podían presumir. Creía saber cómo actuaría en cada momento y las opiniones que tenía sobre casi todo lo que surgiese. Pero una parte de él sentía que todo aquello se vería trastocado si abandonaba la seguridad y se adentraba en lo desconocido. Puede que ese hubiese sido uno de los motivos por los que había elegido su reclusión, por la seguridad de la certeza frente a la incertidumbre de lo desconocido.
Había estado casado hacía tiempo, pero su mujer había muerto de cáncer de estómago y desde entonces había reducido su interacción con el otro género hasta el mínimo. Sabía que nadie podría suplir el lugar que Mary había dejado y prefería evitar el engaño, la ilusión de la felicidad. Sus libros le proporcionaban el interés que creía necesitar y eso le parecía ser suficiente.
Tras desayunar se encendió un cigarrillo y mientras veía cómo el humo desaparecía en el aire, pensó en su juventud. Había estudiado literatura en Nueva York y aunque tras graduarse trabajó un tiempo en California, unos años más tarde abandonó el país para residir unos años en Londres. La posibilidad de que le obligasen a alistarse en la guerra de Vietnam era demasiado alta y a las noches sin dormir se le había sumado las mañanas vomitando el desayuno mientras pensaba en la posibilidad de ver sus vísceras esparcidas por el suelo junto a otros estadounidenses.
-Siempre he sido un cobarde. –se dijo recordando aquellos días. Tomó una nueva bocanada y sintió cómo el humo acariciaba su garganta.
La ironía de todo aquello era que había escrito varias novelas sobre Julio César y había llegado a admirar la mente de ese hombre. Había sido un dictador, era cierto, y Herman era todo menos partidario de los gobiernos totalitarios, como demostraba su lectura casi anual de 1984 de George Orwell. A pesar de todo, las victorias logradas en la Galia y contra Pompeyo mostraban sus enormes cualidades como estratega. O al menos eso era lo que afirmaban los libros de Historia, pero Herman sabía bien lo que era la Historia, tan solo un discurso más, una narrativa donde todo quedaba en la suspensión de la incredulidad, en la supresión del quizás por parte del lector. Pero Herman era un hombre atípico y para él todo residía en la posibilidad. El significado estaba fuera de la humanidad, pensó. Ese era un punto donde se separaba de Thoreau. Ese y su negativa a creer en la existencia de Dios. Consideraba a la religión como otra narrativa, como una fuente catártica para aquellos que no aceptaban la posibilidad de que no eran más que la suma de casualidades destinadas a dilatarse algún día.
Sin ser del todo consciente de sus actos abrió la puerta de su casa y la cerró tras de sí sin saber si llevaba la llave consigo. Una vez hubo salido a la calle alzó el brazo para parar un taxi que lo llevó dos avenidas más allá. Tras pagar lo que el conductor le pedía se fundió con la multitud que parecía seguir un patrón específico que ocultaba cualquier idea de azar. Herman Emerson decidió seguir a uno de aquellos individuos. Era una muchacha joven, de cabellos oscuros y sonrisa fácil. Iba sola y Herman no veía ningún motivo para que sonriese continuamente. Unos minutos después tomó un desvío a la derecha y entró en un local para luego desaparecer. Él permaneció unos instantes en la entrada, dudando sobre si debía continuar aquella locura o si por el contrario debía volver a la seguridad de su frío y familiar piso. Cualquier duda se desvaneció cuando observó que se trataba de una librería. Herman se sentía seguro en las librerías, así que decidió entrar. Había perdido el rastro de aquella joven pero pronto se perdió entre la inmensidad de las estanterías llenas de títulos que nunca había leído. Cogió uno al azar y al abrirlo se encontró con algo extraño: aquella página estaba en blanco. Pasó una hoja tras otra y el resultado fue el mismo. Debía de tratarse de un error de imprenta, pensó aunque Herman jamás había visto algo así.
Sacó el bolígrafo que siempre llevaba consigo en el bolsillo de su camisa y comenzó a escribir. Rellenó una página y pasó a la siguiente. Apenas fue consciente de que estaba escribiendo el comienzo de una novela cuando una voz hizo que alzase la vista.
-¿No te gustaba la historia y la estás cambiando? –preguntó la misma muchacha que había estado siguiendo minutos antes. Sus labios y sus ojos sonreían de forma abierta. Herman le devolvió la sonrisa y cerró el libro.

Aquí es donde la historia de Herman Emerson llega al momento presente y todo lo demás entra en el terreno de lo posible, pero me gusta pensar que Herman continuará hablando con aquella joven y que juntos llegarán a ser algo más que completos desconocidos. Herman tiene ante sí la opción de la felicidad y espero que le tienda una mano que ha escondido durante demasiado tiempo y se aferre a ella con todas sus fuerzas. Me gusta creer que se alzará cada vez más alto para no volver a caer jamás. 

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