Hola a todos,
Ya falta poco para la publicación de Crónicas de Gaia II: La Senda de la Oscuridad. Hoy os traigo el primer capítulo para que podáis disfrutarlo.
Capítulo 1. El hallazgo.
Los primeros rayos del sol
iluminaban toda la extensa pradera, entregándole así un reflejo accidental,
casi artificial. Una fina capa de hierba fresca cubría todo el horizonte, donde
apenas un par de árboles marchitos desde hacía demasiado tiempo retaban su
uniformidad. A lo lejos se vislumbraba una montaña gigantesca, la única en
muchas millas a la redonda, cuya cumbre no había sido importunada jamás por
ningún ser vivo, o al menos eso era lo que se contaba por los alrededores. Los
habitantes de aquellos lugares la conocían por el nombre de Dar Montol, la
Montaña Maldita, pues aquellos hombres vivían en su mayoría de la agricultura,
la pesca y la caza, y todo lo que careciese de vida era considerado, cuanto
menos, maldito. Cierto es que la vegetación abandona toda montaña alcanzada una
altura, pero no solo esto se daba en Dar Montol, ya que nada, ni la más pequeña
brizna de hierba o el insecto más diminuto, cubría sus laderas y se decía que
todo ser que osaba poner un pie en ella perecía al instante entre fuertes
convulsiones.
En aquella pradera dos personas
caminaban unidas de la mano, entrelazando sus dedos entre sí. Unos dedos
colmados de arrugas y magulladuras causadas por años de duro trabajo. Aunque
aquello parecía no importarles, como demostraban las risas que brotaban de sus
pechos en aquellos momentos. Sus vecinos los consideraban casi ancianos, ya que
se acercaban demasiado a la cincuentena. Habían envejecido, era cierto, y sin
embargo, sus vidas habían pasado raudas desde que se conocieran el uno al otro,
casi tanto como lo hacían las estrellas que caían del cielo en algunas noches y
que los sacerdotes, en su infinita ignorancia, consideraban augurios. Ambos
avanzaban sin rumbo aparente mientras hablaban de asuntos sin importancia que
poco tardarían en olvidar ante lo que estaba a punto de ocurrir.
Magde fue la primera en
percibirlo. Apenas era una nota que duró un suspiro, tan débil que a la mayoría
le habría pasado desapercibida, pero que a ella le había recordado al gemido
quejicoso de un animal, o quizás, aunque no podía estar segura de ello, si es
que pudiera decirse que estaba segura de algo en aquellos instantes, a un
llanto.
-¿Has
oído eso? –preguntó Magde, incapaz de asegurar si lo que había creído
escuchar era real o un mero producto de su dilatada imaginación.
-¿El qué? –quiso saber Bren, su
esposo, a la vez que aguzaba el oído tratando de percibir aquello de lo que
hablaba su mujer.
Magde se llevó el dedo índice a
los labios para evitar que su marido volviese a hablar. Apenas un instante
después, aquel sonido se volvió a repetir, aunque esta vez con mayor
intensidad. Todo rastro de duda la abandonó por completo al instante.
-Ven. ¡Deprisa! ¡Suena por ahí! –dijo
ella apuntando al árbol más próximo.
Magde apretó con fuerza la mano
de Bren y se dirigió al lugar del que procedía aquel sonido quejicoso. Al
principio lo hizo despacio, aunque conforme se aproximaba, sus piernas se
movían a mayor velocidad haciendo que su pecho pronto le ardiese con fuerza y
jadease cuando hubo llegado a aquel lugar. Sus extremidades olvidaron su
función al instante y Magde cayó al suelo de rodillas, aunque esto no podía
atribuírsele a la carrera, sino a la mezcla de incredulidad y emoción que la
invadía por completo en aquel momento. Extendió las manos temblorosas hacia
aquello que parecía un bulto envuelto en gruesas pieles. Antes de que las
desenvolviese ya estaba segura de lo que se trataba, lo cierto era que lo había
sabido desde el momento en el que oyó el primer llanto, aunque entonces no
fuese consciente de ello. Más bien parecía ser fruto de un sueño, y quizás lo
más afortunado habría sido que lo fuese.
-¡Un niño! –exclamó Bren sin dar
crédito a lo que veían sus ojos.
-Sí, es un niño –confirmó Magde
en un hilo de voz a la vez que las lágrimas recorrían su anciano rostro.
-Pero, ¿quién lo habrá dejado aquí?
–preguntó Bren entrecerrando los ojos y escudriñando el horizonte, incapaz de
creer que la madre de aquella criatura no se encontrase en aquel lugar junto a
su bebé.
-Ha sido Men. Él ha escuchado
nuestras plegarias y nos lo ha otorgado al fin.
-No, no
puede ser, Magde –Bren se negaba a creer aquello. -Su madre debe de estar por
los alrededores, o quizás lo hayan abandonado.
-¿Por qué te niegas a creerlo?
¿Es que no lo ves? Éste es el hijo por el que hemos estado implorando en
nuestras oraciones durante tanto tiempo.
-Puede que sea cierto –cedió
Bren al cabo de un momento -No parece haber nadie cerca. Lo mejor será que lo
llevemos a la aldea y busquemos algo de comida. Puede que la causa de su llanto
sea el hambre.
Bren acercó
su dedo índice a aquel bebé, quien lo agarró con fuerza y se lo introdujo en la
boca. Como si de una poción creada por algún curandero se tratase, el bebé
tornó su llanto en una risita débil que formó dos hoyuelos en su delicado y
diminuto rostro. El corazón de Bren se encogió lleno de regocijo por el regalo
que su dios, pues ya no negaba el aura divina que envolvía a todo aquel
acontecimiento, le había concedido.
-Lo llamaremos Melguin, el
Bendecido –anunció Bren con la voz llena de emoción.
Magde asintió satisfecha a la
vez que se prometió que cada día rezaría a Men y le haría ofrendas el día del Caer.
Madge retiró el dedo de su esposo de la boca del bebé con suavidad y lo volvió
a arropar bien con las pieles, dejando tan solo la cabeza al descubierto. Era
primavera y la temperatura era cálida, pero no quería que su hijo enfermase.
Aún era demasiado pequeño y no sabían con certeza si
se encontraba en buen estado de salud, aunque a simple vista parecía estarlo.
Verenton
era una aldea formada por tres decenas de casas de una sola planta
fabricadas con adobe, una masa compuesta de una mezcla de arena, arcilla y
paja. Ninguna de ellas tenía un aspecto lujoso, de hecho, ninguna constaba de
más de dos habitaciones, y eso era en el mejor de los casos. Sus techos estaban
formados por tablones de madera sobre los que se colocaban montones de paja y
hojas de palmera resecas. En el centro de la aldea se encontraba el único
edificio fabricado en piedra, el cual constaba de dos plantas. Los primeros
hombres que poblaron Verenton habían ayudado a su construcción, que tardó al
menos quinientos días en estar completa. El templo de la aldea era el lugar al
que los aldeanos acudían para rezar a Men, su dios. A ninguna persona se le
permitía dormir en aquella edificación sagrada a excepción de Bledos, la
Mano de Dios, un anciano sacerdote de sesenta y tres años de quien se decía
que poseía el don de la visión futura, un don concedido por Men cuando la
ceguera recayó sobre sus cansados ojos. Aunque también había en la aldea
quienes afirmaban que la causa de que Bledos sucumbiese a la ceguera fue
precisamente este don, ya que cuando los ojos de Bledos observaron el destino
de la humanidad, su mente se negó a contemplar las sombras falsas que poblaban
el mundo y lo llevarían a su destrucción. Desde aquello solo encontraba
consuelo cuando Men le enviaba alguna visión futura de regocijo, algo que cada
vez sucedía con menor frecuencia.
Bren y Magde habían ido a
visitar a Bledos en numerosas ocasiones, esperando que Men les enviase una
respuesta a su deseo de concebir un hijo. Pero Bledos siempre había dicho que
el dios de la luz se había negado a otorgarle esa visión.
-Es extraño, Magde –le había
dicho Bledos–. Men siempre responde a mis plegarias concediendo mis peticiones
o con visiones relacionadas con éstas. He rezado por que tengáis un hijo más
que por nada, pero nunca considera oportuno responderme a mí, su humilde
servidor.
-¿Qué puede significar eso,
Bledos? –había preguntado Magde, toda inquietud.
-Si Men os concede un hijo, éste
estará destinado a hacer grandes cosas. Cosas como no se han visto desde el
principio de los tiempos, cosas que ni yo mismo he alcanzado a ver y que
podrían cambiar el curso del destino para siempre.
Esas palabras las había
pronunciado Bledos hacía ya casi dos décadas y Bren y Magde las habían olvidado
hacía ya mucho tiempo, creyendo que Men había declinado sus ruegos. Pero éstas
volvieron a acudir a la mente de Magde al acercarse a los límites de Verenton y
la hicieron estremecerse, deseando que aquel bebé al que habían decidido poner
por nombre Melguin obrase el bien. Ella se prometió que le daría una buena
educación para ello y siempre le recriminaría las malas acciones. De ese modo
se aseguraría de que siguiese el camino correcto por la senda de Men.
En la aldea había una actividad
inmensa aquel día. Muchos hombres volvían de trabajar las tierras y portaban
sacos llenos de frutos y raíces, mientras que otros traían redes cargadas de
peces que venderían al día siguiente en el mercado. Una de las ventajas de
Verenton era que estaba rodeada de tierra fértil y el mar se encontraba a una
milla escasa a pie. Era el enclave perfecto, y aun así sus habitantes debían
tener cuidado y racionar la comida para sobrevivir, dado que los impuestos que
debían pagar a la ciudad de Delfas eran demasiado elevados para la mayoría.
En cuanto aquellas personas
vieron que Magde llevaba un bebé acunado entre sus delgados brazos, todos
abandonaron sus conversaciones y actividades y se acercaron a ver aquel
prodigio, preguntándose si no les estarían engañando sus ojos.
-Éste es nuestro hijo, Melguin, el
Bendecido. Ha sido voluntad de Men
que lo encontrásemos para salvar su vida –anunció Magde, evitando de
forma deliberada exponer cómo y dónde habían hallado al bebé.
-Es precioso, Magde –afirmó Lin
con sinceridad. Ella era una de las mejores amigas de Magde en Verenton, aunque
fuese veinte años menor que ella.
-Sí que lo es –confirmó Magde,
llena de orgullo mientras mecía a Melguin con cariño.
-Dejadme paso –anunció una voz
débil pero llena de autoridad que hizo que todos se apartasen de su camino al
instante. Era Bledos, quien se aproximaba con paso tranquilo mientras se
apoyaba en su cayado al andar–. Quiero ver al niño.
-Tú no puedes ver nada, estás ciego
–se burló uno de los chicos más jóvenes de la aldea.
Bledos volvió sus ojos vacíos de
calor hacia aquella criatura, quien interpuso sus manos entre aquella mirada y
su rostro, como si la visión de Bledos lo hiriese o asustase y sus diminutas
extremidades sirviesen de algo.
-Men es misericordioso con los
estúpidos. Enmienda tu camino antes de que te conduzca a la oscuridad.
Reflexiona sobre lo que le has dicho hoy al siervo de Men. ¡Márchate ahora y
avergüénzate! –el niño no pudo más que huir hacia su casa lo más rápido que sus
cortas piernas se lo permitieron a la vez que trastabillaba en un par de
ocasiones antes de desaparecer de la vista de todos. Hacía tiempo que no se
recordaba un hecho así, el pueblo profesaba gran respeto por Bledos y más desde
lo que había ocurrido hacía unos años. Una prostituta que pasaba por la aldea
se había acercado a Bledos y le había insinuado que le gustaría sentir dentro
de ella el poder de dios. Al día siguiente la mujer se revolvía entre fuertes
fiebres y temblores. Murió en una quincena, incapaz de hablar durante los últimos
días de su enfermedad.
-Magde –llamó Bledos. Su voz no
mostraba alegría alguna, tampoco enojo –. Entrégame al niño, quiero sostenerlo
entre mis brazos.
Magde dudó un instante, momento
en el que apretó al bebé contra su pecho, como si temiese que el anciano fuese
a robarle lo que Men le había concedido después de tantos años de espera y
plegarias. Bren apoyó su mano en el hombro de su esposa, mostrándole su apoyo
para que confiase en Bledos, quien nunca les había dado motivos para lo
contrario. Madge se acercó con lentitud y duda hacia donde estaba el sacerdote
y le entregó a Melguin con extremo cuidado mientras le temblaban las callosas
manos.
Bledos
acunó al niño entre sus brazos con cuidado a la vez que lo miraba con
aquellos ojos carentes de visión. Al principio Melguin se mostró curioso y algo
reticente ante la imagen del sacerdote, pero pronto se acostumbró a él y alzó
sus manitas juguetonas hacia su rostro, como si de alguna forma le resultase
familiar.
-De modo que ésta es la voluntad
de Men –murmuró Bledos antes de volverse hacia su pueblo, que esperaba
expectante su opinión –. Así sea, no pondré objeción alguna a ello. Yo os
presento a Melguin –anunció mientras alzaba al niño a la vista de todos los
presentes –, a partir de hoy nadie dudará de que es hijo de Bren y Magde, y
aunque no haya salido del vientre de ella ni él haya puesto el fruto, no es por
ello menos hijo suyo que cualquiera de los vuestros. Yo, Bledos, siervo de Men,
he hablado.
-Que su luz sea eterna y guíe
nuestro camino –recitaron todos al unísono con solemnidad.
Tras eso, Bledos devolvió a
Melguin a su madre y se marchó de vuelta al templo con el paso más
inconsistente de lo que era habitual en él. Magde y Bren también se marcharon,
deseosos de alimentar a Melguin, quien había vuelto a llorar cuando el
sacerdote apartó sus manos de él.
La
cabaña donde Bren y Magde vivían apenas constaba de una mesa situada en
el centro de la estancia y rodeada de tres tocones que hacían las veces de
asientos. A la izquierda se encontraba una cama compuesta de un colchón relleno
de paja sobre el que se encontraba una manta de piel de oso que había tenido
que ser remendada con piel de cabra en varias ocasiones. En la esquina frente a
la cama Bren guardaba una caja que contenía las herramientas que usaba para
tallar y lijar la madera y que necesitaba en su trabajo como carpintero. Magde,
por su parte, se encargaba de las tareas del hogar. Por las mañanas iba al
mercado de la aldea y regateaba con los pescadores y los agricultores el precio
de sus productos. Ocasionalmente compraba carne y, cuando lo hacía, ésta solía
ser de cabra vieja o de burro, pues no podían permitirse nada mejor.
Magde colocó a Melguin sobre la
mesa y le retiró las mantas que lo envolvían. El bebé no paraba de mirar con
ojos atentos a su alrededor, como si evaluase aquel lugar.
Lamento no poder ofrecerte
nada mejor que lo que ves –pensó Magde con tristeza.
Melguin pareció leer sus
pensamientos, pues volvió la cabeza hacia ella y le sonrió con dulzura, como si
pretendiese restarle importancia a aquello.
-Bren, ¿cómo lo alimentaremos? –preguntó
Magde, llena de preocupación. Melguin era demasiado pequeño como para comer
nada sólido y sabían por la experiencia de otras primerizas que debían tener
cuidado con el alimento del bebé durante los primeros años de edad. Si no, el
resultado podría llegar a ser mortal.
-¿Tienes un trapo por ahí?
Procura que esté lo más limpio posible.
Magde asintió y se acercó a un
viejo armario que había heredado de su madre y en el que guardaba las escasas
posesiones que le pertenecían. Allí, al fondo del armario, había un vestido que
apenas había tocado su piel en un par de ocasiones. Se podía considerar lujoso,
o al menos, ella se permitía hacerlo. Bren había pagado un Dragar de plata por
él, demasiado dinero para una familia como aquella, pero su esposo había
insistido en comprárselo por su cumpleaños hacía ya dos años, y aunque pensó
que Magde nunca descubriría su valor, ésta se las apañó para hacerlo. Era su
posesión más preciada, sin embargo, no dudó un instante en arrancarle un pedazo
de tela, ya que se trataba de su prenda más limpia. En cualquier otra ocasión
aquello habría sido como arrancar una parte de su alma, pero no aquel día, no a
partir de entonces. Todo lo anterior había perdido su valor, nada material
volvería a merecer ser llamado hermoso o valioso desde aquel día. Si podía
decir algo con seguridad era que al fin había alcanzado lo que pocos logran, la
ilusión, para ella más que real, de la felicidad.
Magde le acercó el trozo de tela
a su marido, quien lo enrolló antes de hundirlo en un recipiente que contenía
leche de cabra. Cuando éste estuvo bien empapado lo sacó y lo acercó a la boca
del bebé, quien succionó el líquido con ansia, como si llevase días sin probar
nada.
Bren volvió a repetir aquel
proceso varias veces hasta que consideró que el bebé ya había tomado
suficiente. Un exceso de alimento podía llegar a ser tan perjudicial como la
falta de él.
Tras eso, Magde cogió al bebé y
lo acunó entre sus brazos mientras entonaba una vieja melodía que hacía tiempo
que creía olvidada. Melguin no tardó en quedarse dormido ante la dulce voz de
Magde, quien lo llevó hasta su cama y lo colocó sobre el colchón tras haber
retirado la manta que una vez, hacía demasiado tiempo ya, había sido de piel de
oso.
-Parece un ángel –dijo Bren,
quien se había acercado a ella para observar de cerca cómo dormía Melguin.
-Es un ángel.
-Sí –concedió Bren regalándole
un fuerte beso a ella –. Serás la mejor madre que jamás se haya visto en Gaia.
-Eso espero, Bren. Eso espero –musitó
ella.
Allí permaneció Magde,
observando dormir a Melguin mientras entrelazaba sus manos con las de su esposo
y el mundo enmudecía a su alrededor, o si no lo había hecho, sus palabras
tenían tan poco sentido como las de un demente. Puede incluso que nunca lo
hubiesen tenido y no se hubiesen percatado de ello hasta aquel mismo momento.
La verdad había dejado de ser relativa para adquirir forma visible en Melguin,
la forma de un niño inocente enviado por Men.