viernes, 2 de agosto de 2019

Capítulo 1 Crónicas de Gaia III: Un Sueño de Poder


Buenas tardes, 
Ya queda menos de un mes para que salga a la luz Crónicas de Gaia III: Un Sueño de Poder. Para amenizar la espera me gustaría compartir con vosotros lo que será el primer capítulo de esta novela.
Si aún no habéis leído el prólogo podéis hacer click en este enlace: http://davidhijonromero.blogspot.com/2019/07/prologo-cronicas-de-gaia-iii.html

Capítulo 1. Una Prisión de Sombras

Llevaba demasiado tiempo encerrado. Hacía tiempo que había asumido que no tardaría en morir, pero la espera era demasiado para él. El levantarse cada día preguntándose si viviría lo suficiente como para volver al mundo de los sueños simplemente iba más allá de lo que su mente pudiese soportar.  Volvía a ser una sombra como lo hubiera sido años atrás y esta vez la oscuridad no daba paso a un solo ápice de luz. Al menos, lo había hecho para salvar la ciudad de Valtia. Aquella celda estaba fabricada en un extraño metal resbaladizo al tacto que emitía un frío seco que penetraba en los huesos y atravesaba carne y ropajes a partes iguales, lo que obligaba a Únlinor a estar encogido en todo momento para tratar de calentarse a base de tiritonas constantes que no servían sino para recordarle que era débil y no había nada que pudiese hacer para remediarlo. Una celda diseñada por la mente macabra de Tol-Doroth, pensó con certeza.
Pero Únlinor conocía algo que sus captores ignoraban. Sínduner, su amigo, estaba malherido. Apenas hubo cruzado el ejército invasor las murallas de la ciudad para dirigirse a los navíos cuando sus rodillas cedieron para no volver a alzarse. Él había tenido que marcharse de la ciudad para cumplir la promesa que le hizo a Fredon. Tan solo había tenido tiempo de ver cómo Ralph lo conducía hacia las salas de curación. Quizás el motivo por el que seguía con vida estuviese relacionado con Sínduner y la esperanza de usarlo como moneda de cambio en caso de necesidad. Pero ahora estaba solo y la incertidumbre se extendía ante él.
Hubiese preferido haber muerto en el mar cuando, por razones desconocidas para él, uno de los camarotes comenzó a arder y unas llamas azules como nunca hubiera visto no tardaron en extenderse por aquel navío. Por suerte para la tripulación, fueron capaces de controlar el incendio a tiempo y los daños causados resultaron menores. Pero lo que más inquietaba a Únlinor fue el rumor que había salido de los labios de los marineros y que aseguraba que aquel fuego azul corrompía hasta el acero más resistente. Únlinor no pudo sino pensar en Tol-Doroth en un primer momento, aunque sabía que aquello era imposible; él mismo había cercenado la cabeza de aquel demonio. Ahora solo le quedaba esperar que todo se tratase de un delirio, pues nada temía más que el hecho de que todo aquello, la batalla que habían librado, no hubiese sido sino el principio de una guerra en la que ya no tenía cabida.
Tiempo. Eso era todo lo que ahora Únlinor podía proporcionar a la ciudad de Valtia, y ese único pensamiento compensaba todo el pesar que sentía. Atrás había quedado el Únlinor que una vez fuera, el príncipe egoísta que solo se preocupaba por sí mismo. Había entregado su vida para salvar las de aquellos que le importaban. Todo por una ciudad que representaba una institución contraria a su linaje. Únlinor había aprendido lo que era anteponer los intereses de los demás a los propios, al igual que había hecho su amigo Sínduner y Henry antes que él. Al fin y al cabo, pensó, esto siempre ha ido más allá de una lucha entre la luz y la oscuridad.  Quería creer que la luz acabaría por ganar, pero su vida le había enseñado que no siempre ocurre lo que uno desea ni recibe lo que merece. Lo único que podía asegurar era que aún le quedaba mucho por sufrir. En cierto modo, envidiaba la muerte rápida que había sufrido Tol-Doroth. Había sido él y no uno de los Agnitios el que diese el golpe final, se recordó. Quizás aquel fuese el punto álgido de su papel en toda aquella historia y ahora debía pagar por todo ese protagonismo. Sus pensamientos eran tan amargos como el pan rancio que se forzaba por masticar para tratar de seguir con vida y que su carcelero le arrojaba con desprecio a través de una trampilla metálica junto con algo de agua con fuerte sabor a óxido. Un alimento escaso que quemaba sus entrañas y no hacía sino alimentar su hambre pero que, al menos, lo mantenía con vida durante unas horas más, postergando así su agonía y avivando su odio.

Aquella mañana el rechinar de la cerradura oxidada le hizo abandonar su estado de estupor. La puerta de la celda se abrió y cerró los ojos con fuerza ante la luz que emitía la antorcha que portaba el recién llegado.
-¡Levántate! Francis y Fredon quieren verte. –aún no había abierto los ojos, pero no lo necesitaba para saber que aquella era la voz de Juesh, su amable carcelero. -¡Vamos! –la voz le propinó un puntapié en las costillas que le hizo retorcerse de dolor. Fue necesario un nuevo golpe para hacer que Únlinor se levantase entre gruñidos ininteligibles.
Sentía los músculos y los tendones agarrotados y débiles. Se miró las manos y, horrorizado, comprobó cómo no quedaba ni rastro de los miembros característicos del guerrero que un día fuera. Tan solo era un montón de huesos y pellejo quebradizo, y aquello le enfurecía a la par que le entristecía. Unas semanas de cautiverio en aquella celda maldita habían bastado para acabar con él, se dijo, aunque en el fondo no quería admitir que el pesar por la suerte de su amigo también lo había conducido a aquella situación. La comida, aunque escasa e insulsa, había perdido todo su sabor. Tan solo se había esforzado por comer para garantizar más tiempo a Carel, Dua, Ralph y todo el resto de Valtia. Mientras pudiese cumplir aquel cometido, bien merecía la pena seguir siendo la sombra de su pasado.
Extendió su brazo izquierdo y las yemas de sus dedos acariciaron la superficie rugosa de uno de los muros que componían aquella extensa mazmorra, el mismo que estaba pasando a su lado mientras lo escoltaban fuera de aquel lugar. En cierta forma, era su forma de expresar un último adiós, pues si de algo estaba seguro en aquellos momentos era de que no volvería a su celda de una pieza. Allí terminarían los días de Únlinor Terdelion, príncipe de Delfas, senador de Valtia, asesino de reyes. Quizás tras su muerte fuese juzgado por los dioses de Sínduner. Los Cuatro podrían en una balanza sus acciones, y a pesar de haber luchado a favor de éstos en la guerra contra Tol-Doroth, no estaba seguro de que el veredicto le resultase favorable. Había sido alguien diferente durante demasiados años, un ser arrogante que él mismo había llegado a despreciar, y aunque finalmente Sínduner había sido capaz de aceptarlo, no estaba tan seguro de que sus dioses fuesen tan benevolentes.
Llegó antes de lo deseado a su destino. Le hubiesen gustado unos momentos más con sus pensamientos, algo que le dibujaba una sonrisa amarga, pues si de algo había disfrutado en exceso durante aquellas semanas había sido de tiempo a solas consigo mismo. Aun así, quedaba tanto por revelar, se lamentó. Las puertas se abrieron y dieron paso a una estancia diminuta y carente de decoración alguna. Francis y Fredon estaban sentados en incómodos sillones y no hicieron ademán alguno de levantarse cuando vieron a Únlinor. En su lugar, parecieron contemplar su condición actual con un brillo de satisfacción en sus ojos y una leve sonrisa en sus labios. Francis le indicó con una inclinación de su cabeza que ocupase el asiento situado frente a ellos. Únlinor le lanzó una breve mirada a éste antes de obedecer.
-Puedes retirarte. Cierra la puerta cuando lo hagas. –le ordenó Fredon a uno de los soldados que había escoltado a Únlinor hasta allí.
-Pero, señor… -replicó el soldado a la vez que se forzaba por no mirar a Únlinor.
Entonces fue cuando comprendió lo que sucedía. Él había sido el que había acabado con Tol-Doroth, el líder por el que habían sentido admiración y miedo a partes iguales, el mismo que habían venerado como un dios y que les había llevado a creer que el mundo no era tan grande como creyeran, que conquistar toda Gaia no era una opción sino una certeza aún por explotar. Ahora todo el sueño se había hecho pedazos y su espada, al decapitar a Tol-Doroth de un tajo limpio, había sido la responsable de ello. Nada importaría que en aquellos instantes no empuñase una espada, ni que todos sus huesos se marcasen bajo su piel, que parecía a punto de deshacerse en jirones en cualquier momento. Mientras aún respirase, puede que incluso cuando no lo hiciese, su nombre inspiraría temor en aquellos que creyeron en algún momento en las palabras del siervo del dios de las Tinieblas.
-¡Soldado! ¿Has comprendido mis palabras? ¡Dime tu nombre! -bramó Francis.
-Á-a-astor, señor -respondió sin atreverse a levantar la mirada.
-Está bien, Ástor. Márchate, más tarde hablaré con tu comandante para que te castigue por tus actos.
Ástor palideció e hizo un ademán de replicar de nuevo, lo cual sorprendió a Únlinor y le permitió confirmar sus sospechas. Francis fulminó a su subalterno con la mirada y sus dedos acariciaron la empuñadura de su espada, situada en su regazo. El soldado tragó saliva y se marchó de la estancia, cerrando la puerta detrás de sí y albergando la vana esperanza de que las palabras de Francis quedasen en nada.
Un silencio incómodo se formó entre Únlinor y aquellos situados frente a él. Por un momento valoró la posibilidad de arrebatarle la espada a algunos de los presentes. Al fin y al cabo, tan solo precisaría de un par de movimientos bien ejecutados, pero una leve oscilación de su brazo le bastó para desestimar esa idea. Sus miembros estaban entumecidos por la humedad, el desasosiego y la propia naturaleza de la celda. Su momento de jugar a ser un héroe había pasado, ahora debía aprender a valerse de la palabra si quería ganar algo más de tiempo. Su mera presencia podía resultar más desequilibrante para el resultado de aquella guerra que el hecho de que acabase con la vida de aquellos dos en esos momentos, por mucho que ahora fuesen los hombres a cargo de lo que quedaba del ejército de Tol-Doroth. Aquello era algo que había aprendido en su viaje como cautivo en aquel navío de guerra. Debía ser paciente e inteligente a partes iguales, pues todo dependía de que tanto Francis como Fredon siguiesen creyendo que Sínduner aún seguía con vida y su poder, equiparable a aquel que hubiera poseído Tol-Doroth, no había menguado un ápice. Únlinor era más que consciente de que la ciudad de Valtia no aguantaría un nuevo golpe. Su más que evidente inferioridad numérica jugaba en su contra. Todo dependía de Sínduner, de quien esperaba que siguiese con vida.
-Debes de estar cansado de vivir en esas cuatro paredes. Alimentándote de comida rancia, respirando un aire impuro, carcomido por el frío espectral. –comenzó Francis.
-Bueno… he estado en sitios peores. –respondió Únlinor encogiéndose de hombros.
-¿Crees que tu amigo estaría dispuesto a negociar? –dijo Fredon, cansado de todo aquello.
-¿Sínduner? No creo que esté muy contento por el trato que me habéis dado. No entraba en el acuerdo el hacerme prisionero.
-Por eso mismo debe estar más presto a dialogar con nosotros. –replicó Francis. –Apuesto a que te echa de menos. El último Agnitio y el asesino del elegido por el dios de las Tinieblas. Una pareja única. -la última palabra la escupió con todo su odio.
-Yo en vuestro lugar tendría cuidado con él. Ya habéis visto de lo que es capaz. Y aún está desarrollando sus habilidades. ¿Quién sabe lo que logrará cuando haya dominado todo su poder?
-¿Qué nos aconsejarías que hiciésemos para evitar un final indeseado? –inquirió Francis, visiblemente abatido.
Únlinor reprimió una sonrisa aunque no pudo evitar que sus ojos revelasen la intensidad de la llama de la esperanza que se había prendido dentro de él.
-En primer lugar, deberíais liberarme. Lo más sensato sería firmar ese tratado de paz del que Fredon, aquí presente, habló tras la batalla por Valtia. Estoy seguro de que si deponéis las armas y negociamos unas condiciones que nos complazcan a ambas partes todos saldremos ganando y este cautiverio no quedará más que en un pequeño malentendido por el que no se tomarán represalias.
-¿Consideras que no podemos hacerle frente al poder de Sínduner? –interpeló Fredon.
-Sabéis que no. ¿Por qué sino os replegasteis cuando murió Tol-Doroth? Sabéis que nada puede rivalizar con el poder de los Cuatro.
-El mismísimo dios de las Tinieblas podría hacerlo. –dijo Francis con una media sonrisa en sus labios, dejando entrever parte de su cuidada dentadura.
Únlinor entrecerró los ojos. ¿Acaso estaban tratando de jugar con él para endurecer las negociaciones? Nada de lo que Francis había dicho tenía sentido. Tol-Doroth había muerto y con él el poder del dios de las Tinieblas había desaparecido para siempre, al igual que lo había hecho el poder de los Cuatro si Sínduner había muerto, posibilidad que no podía excluir por poco que le agradase la idea.
Fredon escudriñó el rostro de Únlinor y se deleitó con la visión desaliñada y confusa que el antiguo príncipe, el mismo que había acabado con la vida de su amigo y señor, ofrecía. Se levantó, las bisagras emitieron un sonido quejicoso al abrir la puerta que daba al exterior de aquella diminuta estancia. Pero, lejos de molestarse por ese hecho, dejó que este sonido lo envolviese. Era el sonido que daba paso a la revelación que cambiaría el destino de aquella guerra. 
-Ástor, trae la jaula. –dijo Fredon tratando de disimular su excitación.
-¿Vais a volver a encerrarme? –preguntó Únlinor, casi divertido.
-Espera y verás. –respondió Fredon sin tan siquiera molestarse en girarse para responder a su prisionero.
Ástor no tardó en volver con un objeto envuelto en una gruesa tela negra que lo cubría por completo. Únlinor se relajó al principio, tras temer que lo que el guardia trajese consigo fuese un arma ejecutora destinada para su cuello. A simple vista aquel objeto no representaba amenaza alguna para él y estuvo a punto de dejar escapar una sonrisa de alivio. No tardó en cambiar de opinión al observar la forma en la que Ástor sujetaba dicho objeto. Su mirada volvía nerviosa una y otra vez a éste, como si temiese aquello que la tela escondía por una razón que se le escapaba a Únlinor. Fuera lo que fuese lo que Fredon había mandado traer no sería nada bueno para él, concluyó, para luego preguntarse si no acabaría por desear que hubiesen traído un hacha bien afilada en vez de aquello. Ástor entregó aquel encargo a Fredon y suspiró al verse liberado de aquel peso. Una gruesa gota de sudor nació de su frente hasta morir en la punta de su nariz. Fredon recibió el objeto y cuando se giró hacia Únlinor, lo hizo con una sonrisa de suficiencia en sus labios. Únlinor se preguntó si antes de la batalla por Valtia había sonreído de la misma forma.  
-¿Intrigado? –preguntó Fredon.
Únlinor habría jurado que aquel objeto había emitido un gemido débil, casi imperceptible, pero frunció el ceño tratando de desechar aquella idea. Fredon no esperó respuesta alguna por parte de su prisionero. De un solo movimiento retiró la tela negra y reveló aquello que ocultaba.
-N-n-no puede ser. –balbuceó Únlinor, incapaz de creer lo que sus ojos trataban de mostrarle.
Fredon sostenía una jaula hecha de hierro forjado. En su interior un ser alado de duras escamas oscuras y ojos reptiles de color cobalto escupía volutas de humo. Su mirada se cruzó con la de Únlinor y éste no pudo evitar que todos sus músculos se tensasen en un espasmo de terror. Por un momento volvió a ser Únlinor Terdelion, hijo de Rágar, príncipe de Delfas. Volvía a estar en el patio del castillo y a encontrarse con la mirada encapuchada de Tol-Doroth. No importaba que hubiese visto cómo su cabeza rodaba por el suelo, ahora creía ver sus ojos de nuevo frente a él. Destilaban el mismo poder, el mismo horror, la misma sabiduría. Pero no, se dijo, aquel ser no era humano, tampoco se asemejaba en nada a lo que hubiese visto jamás. Sí que lo hacía a la historia que Sínduner hubiese leído en la cabaña de Henry mientras vivían con él en el Bosque de Walden. Aquella criatura era un dios, el dios de las Tinieblas.
-¿Sorprendido? –inquirió Francis.
-¿Por qué tenéis enjaulado a vuestro dios? ¿No teméis su ira? –preguntó Únlinor, no sin cierta ironía amarga en sus palabras.
-No es el dios de las Tinieblas –aclaró Fredon. –, sino su hijo. Un dragón surgido del huevo que el dios le otorgó a Tol-Doroth tras su bautismo. ¿Te parece aterrador? Créeme, si continúa creciendo al ritmo que lo está haciendo pronto necesitará alimentarse de ciudades enteras para saciarse. No tememos a Sínduner. Puede que tenga el apoyo de los Cuatro pero no tendrá nada que hacer contra nuestro dragón cuando llegue su momento.
Únlinor no respondió. Cualquier cosa que hubiese dicho resultaría forzada, pues lo cierto era que, si alguna vez había tenido alguna esperanza en que todo pudiese solucionarse de algún modo beneficioso para Valtia, ahora todo había quedado reducido a la nada, sumergido en la profundidad de las tinieblas. Aquel ser sobrenatural había sido el responsable de aquel cambio. Su sola presencia representaba una amenaza para Gaia y ni siquiera Sínduner podría enfrentarse a ese ser. Su poder se había extinguido. El veredicto había sido pronunciado y no se sentía con fuerzas de replicar.
-Lleváoslo y dadle algo de comer. Quiero que viva lo suficiente para ver cumplidas mis palabras. Al menos le debemos eso a él. –dijo Fredon en memoria del amigo y rey perdido en combate. Consiguió reprimir con éxito una lágrima que intentaba nacer en su rostro. No pensaba darle aquel placer al asesino de Tol-Doroth.
Cuando Únlinor volvió a su celda sintió cómo el frío que emanaba del metal atravesaba sus pies descalzos y cortaba su carne. Aulló de dolor y golpeó las paredes con rabia hasta que la sangre brotó de sus nudillos y la voz se le quebró. A buen seguro el carcelero se estaba deleitando con aquella escena pero a él no le importaba. La visión de aquel dragón era lo único que inundaba su mente en aquellos instantes. Se sentía más vulnerable que nunca. Lloró de impotencia, desdicha y dolor.

Si queréis ser los primeros en leer el capítulo 2, podéis mandarme un correo a davidhijoncontacto@gmail.com
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